Por Irene Andreu

     Cuando tenía ocho años, tuve un golpe de suerte. En el colegio, me tocó una de esas profesoras cuyas enseñanzas expanden la conciencia más allá de lo académico. Se llamaba Esperanza. Era alta, enjuta, y tenía los ojos más grandes y profundos que yo había visto jamás. Impartía ciencias naturales. Y sus enormes ojos de llenaban de jirafas cuando hablaba de la sabana, y de pistilos cuando explicaba la estructura de las plantas. Esperanza se convertía en águila cuando nos contaba cuáles son las aves que nidifican en los roquedos de alta montaña. Y elevaba sus brazos, imitando el vuelo pausado de las rapaces. Y yo, volaba con ella.

     Y fui águila, y pistilo, y jirafa. También fui abubilla, eslizón, cigarra, comadreja. Fui lentisco, fui secuoya, hasta pude ser verbena.

     Aquella profesora despertó en mí un sentimiento profundo de amor y respeto a la naturaleza. Porque así, siendo árbol, siendo hierba; siendo reptil, insecto, ave, o tormenta, descubrí que la vida es valiosa y única en cualquiera de sus manifestaciones, y que ser la especie con el (supuesto) mayor desarrollo de sus capacidades intelectuales, no nos otorga la propiedad del resto del planeta, y mucho menos nos concede el derecho de matar y torturar animales, arrasar bosques de árboles centenarios, o contaminar hasta la asfixia todo el aire que nos rodea.

     Aquella maestra, mitad mujer, mitad águila, sembró en mí unos valores que germinaron hasta conformar una parte muy importante de quién soy, cómo vivo, y de lo que me hace sentir feliz y plena.

     Varios años más tarde, sentí el mismo impacto cuando en un curso de formación descubrí el feminismo (otro golpe de suerte, otra hondísima certeza). Pero éste es otro asunto. Mi indeleble interés amoroso por la vida, la ecología y la naturaleza se lo debo a Esperanza, y a sus inmensos ojos de luna, que proyectaban la vida en los colores brillantes que cada día nos regala la Tierra.